
«Yo sólo iré al campo cuando lo asfalten», decía Manuel Vicent en una de las columnas del diario de tirada nacional, en el que todavía sigue escribiendo para regocijo de un nutrido grupo de admiradores, entre los que me encuentro. Reconozco que para alguien a quien le salen “las espigas por los zapatos”, aquella frase lapidaria que leí hace más de veinte años me pareció muy propia de un escritor al que le seduce llevar a sus lectores al límite de su imaginación. Pero, con el paso del tiempo, he de admitir que no andaba tan descarriado este afilado prosista valenciano porque, efectivamente, aunque el campo sigue ahí, el mundo es urbano.
Hoy en día más de la mitad de la población mundial se concentra en áreas urbanas y en 2050 dos terceras partes de los ciudadanos vivirán en ciudades. Son las llamadas megaciudades. En este momento hay 31 y en 2030 la cifra se elevará a 41, en las que residirán 750 millones de habitantes, cerca del 9% de la población mundial. Todas estas grandes urbes se han convertido en entidades económicas y políticas que trascienden sus fronteras geográficas para ejercer una influencia mundial.
En esa lista que encabezan las grandes ciudades de China, India, Japón o Nueva York, también aparecen otras, al margen de Londres o París, como Amsterdam, Berlín, Frankfurt, Madrid, Milán o Múnich que, sin ser megaciudades, ejercen su liderazgo desde un tamaño más reducido. Son lo que los ingleses denominan “Gateway Cities” o “Ciudades Globales” porque están interconectadas con los flujos globales de turismo, transporte, comercio y capitales.
La consultora inmobiliaria CBRE ha identificado 24 “Ciudades Globales” en el mundo, nueve de ellas en Europa, que monopolizan las inversiones internacionales, atraen a las sedes de la grandes compañías y las mentes más innovadoras porque son mercados muy líquidos, lo que permite agilizar las operaciones y elevar la competencia en el ámbito de los servicios de asesoramiento. Esta mejor conexión, sin embargo, las expone más que a las ciudades secundarias a los cambios globales, sociológicos y tecnológicos que se están produciendo en las económicas mundiales.
Y en esa estamos. Ahora que están redefiniendo las reglas del paradigma inmobiliario, que ha pasado del tradicional “localización, localización, localización” a la “locnectividad”, es decir, a la suma de localización y conectividad, urge rediseñar el rumbo de las grandes urbes en las que habitamos para que se puedan canalizar adecuadamente todas las oportunidades que, tras superar lo peor de la crisis, ofrecen.
Este es uno de los principales objetivos que se ha marcado la delegación española más amplia de la historia que acude estos días al MIPIM de Cannes, la feria inmobiliaria más importante del mundo, en el momento más pujante de la reciente historia. Con un crecimiento económico de los más sostenidos de los países de la eurozona, el mercado inmobiliario español tiene los fundamentos sólidos suficientes para resurgir de sus cenizas, a nada que los poderes públicos sean más proactivos en materia de urbanismo y seguridad jurídica.
Cada día que pasa resulta de más difícil explicación que, ahora que España empieza a levantar el vuelo, la escasez de suelo de suelo finalista, el retraso en la concesión de licencias o la judicialización de varios de los proyectos urbanísticos más importantes del país, por citar algunos desequilibrios, lastren el futuro del sector inmobiliario que trabaja para devolver a las ciudades de nuestra geografía el alma perdida. Y eso, no se improvisa.